El misterio de la Santísima Trinidad
o ¿cuál es la razón de
la moral cristiana?
(Artículo del libro "El misterio de la Santisima Trinidad")
Índice
El orden Divino
Dios y el hombre
Dios y la familia
Dios y la nación
Dios y la humanidad
Dios y la naturaleza
Dios y el universo
La caída o el mundo al revés
El amor y la envidia
La soberbia y la humildad
La fe y el ateismo
El significado del matrimonio y del adulterio en su relación a la Santísima
Trinidad
El orden Divino
Dios, Creador de la Vida, se presenta como la Santa Trinidad o la unión
indisoluble del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Se manifestó
como tal después de la creación del hombre a imagen y semejanza
Suya lo que nos hace suponer que la imagen de Dios es la misma que la del hombre.
Como Creador Dios es el Padre y también la Cabeza del hombre, ya que,
como dice Evangelio, la cabeza de todo hombre es Cristo;…y la cabeza de
Cristo es Dios ( I Cor 11, 3) Consecuentemente todos los hombres forman el Cuerpo
místico de Cristo, mientras que Cristo forma el cuerpo místico
del Padre. Es decir, el cuerpo se forma según la cabeza o por la cabeza.
- Y ¿Cómo se hace eso?
- A través del Espíritu Santo.
- ¿Qué es, entonces, el Espíritu Santo?
- Es el soplo Divino que aviva a la Criatura.
- Es el amor Divino hacia Su Criatura, es el cemento que mantiene unidos al
Padre y al Hijo, formando de estos dos una unidad indisoluble, semejante a la
unidad de la cabeza y del cuerpo que se manifiesta como la Vida, ya que ésta
es el contenido y la razón de la Creación.
Así para entender la imagen Divina es menester considerar la
imagen humana.
I. Pues, ¿cuál es la imagen humana?
- La integridad de la imagen humana consta de la cabeza y del cuerpo.
- ¿Cuál es la función de la cabeza?
- El razonamiento.
- ¿Cuál es la función del cuerpo?
- Ser instrumento para la obra de la cabeza.
- ¿Puede vivir el hombre sin la cabeza?
- No.
- ¿Puede vivir el hombre sin el cuerpo?
- No.
- ¿Se puede confundir la cabeza con el cuerpo?
- No.
- ¿Por qué?
- Porque son cosas distintas y tienen distintas funciones.
- ¿Qué es necesario para que el hombre viva?
- La unión armoniosa del cuerpo con la cabeza. Es decir cuando el cuerpo,
dotado de sentidos, capta a través de ellos el mandato de la cabeza y
los cumple amorosamente.
- ¿Cómo es tal cuerpo?
- Tal cuerpo es virtuoso, ya que genera la vida.
- ¿Cómo la genera?
- Por formar un conjunto vital con la cabeza.
- Y ¿cómo se distingue la imagen humana con la del animal que
también tiene la cabeza y el cuerpo?
- Por la presencia del Espíritu Santo y el reconocimiento del Padre Celestial
II. Así es también la imagen de la Santísima Trinidad.
Para entenderla mejor, figurémos a un auriga, dirigiendo un carruaje
con unos cuantos caballos de tiro. Con cada uno de ellos el auriga se une a
través de las riendas que tiene en sus manos. El carruaje avanza gracias
a la sumisión de los caballos al mando del auriga que los concentra en
una dirección. El avance es fácil y alegre, porque las fuerzas
de los caballos se distribuyen equitativamente: ninguno de ellos siente la carga,
sino corre en armonía, tanto con el auriga como el uno con el otro. Y
ya que no hay esfuerzo, tampoco hay enfermedad: los caballos son sanos y corren,
formando la unidad de confianza con el auriga y disfrutando el apoyo del compañero.
- Ahora bien ¿qué pasaría con el carro si relegáramos
al auriga?
- Cada uno de los caballos correría a un lado distinto según su
antojo.
- ¿Por qué?
- Porque habrán de perder la unión. Como dice la Santa Escritura:
Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas… ( Mc 14 ,
27) .
- ¿Qué pasaría, entonces, con el carruaje?
- Se rompería.
- Entonces para que el carruaje sea intacto, es necesaria la unión del
auriga con el carruaje con los caballos. Y ¿cómo se realiza esa
unión?
- A través de las riendas.. Esas riendas equivalen a los lazos del amor
Divino que mantiene toda la Creación en la vida.
Así es también el hombre: su cabeza es equivalente al auriga,
mientras que su cuerpo, dotado de instintos, al carruaje con los caballos. Si
la razón del hombre domina sobre sus instintos, el hombre vive. Pero
si, al contrario, los instintos dominan a la razón, el hombre se convierte
en un ser mortal.
- Pero ¿Cómo eso pasa?
III. Ya que Dios es la Suprema Razón y la Vida, Su presencia en toda
la criatura tiene una importancia vital, es decir, su presencia es semejante
a la del auriga, mientras que el carruaje con los caballos es equivalente consecuentemente
al hombre (al varón y a la mujer) con sus instintos; a la familia con
sus hijos; a la nación con sus integrantes; a la humanidad con sus naciones;
a la naturaleza con todas las creaturas.
Consideremos sucesivamente estas imágenes vitales.
Dios y el hombre
El hombre vive eternamente cuando forma con Dios un ser glorioso, en el cual
Dios es la cabeza y el hombre es su cuerpo místico. Esta unión
es semejante a la del auriga con el carruaje, donde el auriga es Dios y el carruaje
con los caballos es el hombre, mientras que las riendas, que mantienen unidas
todas las partes del cuerpo, avivándolo ininterrumpidamente, representan
al Espíritu Santo. Aquí la vida se simboliza por el avance del
carruaje. El hombre es sano, cuando todos sus instintos y sentidos, como caballos,
están sometidos a la razón suprema de Dios (auriga) que los dirige
a través del Espíritu Santo (riendas). Todo en su organismo funciona
según su potencia natural, sin abusos ni exageraciones, como un reloj
eterno, creando la vida, glorificándola y disfrutando de ella. Así
el hombre, sometiéndose a Dios, colabora con Él en la creación
eterna de la vida, como los caballos colaboran con el auriga en el avance del
carruaje. Y de este punto de vista el hombre, como la criatura, es un instrumento
en las manos de Dios, igual que los caballos para el auriga en su tarea de hacer
a avanzar el carruaje; igual que el cuerpo para la cabeza es un instrumento.
1
- ¿Pero ¿Qué es, entonces, la razón humana o la
cabeza del hombre?
- En realidad la cabeza del hombre fue creada como un receptor inmediato de
los mandatos Divinos para trasmitirlos al cuerpo y así asegurar su funcionamiento
armonioso, responsable por la eternidad de la vida. Y por eso la cabeza del
hombre simboliza a Dios, y cuando se desconecta de Él, el hombre queda,
realmente, decapitado y pronto muere.
- ¿Cómo entender eso?
- Aunque su cabeza se conserve aparentemente, él que manda ya es su cuerpo,
porque ahora la cabeza se dedica a abrir los caminos para satisfacer los deseos
del cuerpo. Pasa exactamente lo mismo que con el carruaje con los caballos desconectado
del auriga.
El hombre ya no escucha las razones de Dios y sigue a los instintos y pasiones
de su cuerpo que se portan como los caballos sueltos. Es decir, el hombre pierde
la integridad de su ser y como si se divide en sí, exagerando el funcionamiento
de todos sus órganos y provocando así sus rápidos agotamientos.
Por ejemplo: - come mucho y engorda lo que impide el buen funcionamiento de
su organismo y al fin y al cabo lo lleva hacia la muerte; o presta toda su atención
al sexo, complaciendo siempre al cuerpo e ignorando la voz de la conciencia,
y así, además de provocar su propia muerte, causa la degeneración
en su descendencia. Eso pasa, porque, aficionado a los placeres, exagera y abusa
el funcionamiento de cada uno de sus órganos vitales y los pronto gasta.
Y los mismos que antes funcionaban en armonía formando una unidad vital,
ahora se enferman uno tras el otro y el hombre los trata separadamente: el estómago,
los pulmones, el corazón, etcétera. Y aunque a veces comprende,
que todo el cuerpo tiene que ser tratado por entero, en realidad, siendo desconectado
de Dios, no puede hacerlo plenamente. Ahí están las razones físicas
de las reglas morales.
Pero los daños, causados por esa desconexión, no son sólo
físicos, sino también espirituales. El hombre en este estado se
convierte en una máquina de autocomplacencia y aspira a destruir todo
lo que le impide a conseguir lo deseable y miente, mata, traiciona buscando
justificar sus vicios através de una ciencia falsa. No quiere trabajar.
Sólo quiere disfrutar la ociosidad. Se enamora
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1. En relación a esto viene a la memoria lo escrito por
el santo Josemaría Escrivá en su libro “Camino”: eres
lo que el pincel en manos del artista. -Y nada más. - Dime para qué
sirve un pincel, si no deja hacer al pintor. (n. 612); Tu deber es ser instrumento.
(n. 484); Obedeced, como en manos del artista obedece un instrumento -que no
se para a considerar por qué hace esto o lo otro-, seguros de que nunca
se os mandará cosa que no sea buena y para toda la gloria de Dios. (n.
617); a última hora, tú eres el instrumento. (n. 723)
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inmensamente de su propio cuerpo, desarrollando en sí el así llamado
narcisismo, como aquella creatira que fue dotada de la máxima gloria,
pero mal aprovechando de la misma, resultó ser arrojada a las tinieblas,
aquella de quien dijo Ezequiel:
Tu corazón se ha pagado de tu belleza,
has corrompido tu sabiduría por causa
de tu esplendor ( 28 , 17).
Tal hombre desprecia a todo el mundo y ama sólo a sí mismo. Pero
su amor propio más bien parece al odio, ya que no solamente destruye
todo alrededor, sino también a él mismo. Su cabeza ya no cumple
su función y aunque mantenga la forma, sede sus facultades al cuerpo
que se transforma en un autócrata total. Sin embargo el hombre no puede
vivir así mucho tiempo, ya que la vida sugiere el acuerdo armonioso y
vital entre su cabeza y el cuerpo, lo que es posible sólo cuando él
encomienda la dirección de su vida a Dios-auriga. A esta dirección
se puede compararla con la influencia del sol, penetrando por la tierra con
sus rayos, avivándola y dándola fecundidad. Como no podría
vivir la tierra sin el sol mucho tiempo, así no puede vivir el hombre
mucho tiempo sin Dios. Entonces la vida eterna del hombre está determinada
por la conexión con Dios a través del Espíritu Santo, a
saber, cuando la imagen del hombre es completa. Así es la imagen de la
Santísima Trinidad y la destrucción de esta imagen en el hombre
provoca su muerte. A eso se refiere San Escrivá de Balaguer, cuando dice:
no olvides que la unidad es síntoma de vida: desunirse es putrefacción,
señal cierta de ser un cadáver (Camino 940)
Esa es la razón espiritual de las reglas morales.
Dios y la familia.
La misma imagen está según el designio Divino en la base de
la familia humana, donde el padre es el auriga, la esposa y los hijos son el
carro con los caballos y las riendas son el amor que les une a todos.
Si el padre es receptáculo Divino, entonces mantiene su familia unida,
formando así una unidad fuerte y vital a imagen y semejanza del hombre
(creado a imagen y semejanza de Dios), en la cual el padre es la cabeza y la
mujer es tanto el cuerpo como la esposa y la madre. Según lo atestigua
el Apóstol: la cabeza de la mujer es el hombre ( I Cor 11, 3). Por eso
dice la Santa Escritura: los dos se harán una sola carne (Gen 2 , 24;
Mt 19 , 5 y otr.). Por la misma razón se revela en Génesis ( 1
, 27) : Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, A imagen de Dios
lo creó, macho y hembra los creó. Es decir, la mujer completa
al hombre y ni uno, ni la otra pueden existir separadamente, igual que la cabeza
y el cuerpo, sin caer en la muerte. Como afirma el Apóstol: ni la mujer
sin el varón, ni el varón sin la mujer, en el Señor ( I
Cor 11, 11). A causa de esto Cristo advierte: Lo que Dios unió, no lo
separe el hombre (Mt 19 , 6). Es decir, no separe la cabeza del cuerpo (que
son como el varón y la hembra), porque esa separación lleva hacia
la muerte. La causa de eso está en el hecho de que cualquier familia
o cualquier unión se forman por Dios. Y con Dios ya constituyen un ser
vivo e invisible. La separación destruye esa base y con ella al ser vivo
y ofende a Dios que es la cabeza de todo tipo de unión amorosa. En otras
palabras, todo lo creado se basa en la imagen trinitaria que es el eje
de la vida. Entonces, podemos decir: no separe a Dios de Su
criatura o no destruya la imagen de la Santísima Trinidad, porque aquí
está la causa de la muerte.
Cuando la imagen de la Santísima Trinidad está intacta en la unidad
de la familia, los lazos del Amor Divino se proyectan a través de la
mujer en el amor familiar que asegura tanto el bienestar matrimonial como el
de los hijos, que, en este caso, crecen como aquellos caballos del tiro en un
ambiente del amor, de la sinceridad y de la justicia, aplicando todo esto después
en sus propias familias.
Al contrario, cuando el padre se desconecta de Dios, el carruaje de la familia
como si se queda sin auriga y la imagen familiar resulta dividida: en este caso,
aunque parezca que los integrantes de la familia se amen mutuamente, en realidad,
todos aman más a sí mismos, y si aman también a sus parientes,
es sólo porque son los suyos. Así domina el amor propio, escondido
bajo el amor a lo suyo. Y los amores propios, a causa de los distintos criterios
que cada uno tiene, siempre se contraponen. Como consecuencia, todos los integrantes
de la familia comienzan a vivir su propia vida, desconectada de la vida del
otro y sin mucha consideración mutua. Oscurece la percepción de
la unidad familiar, se achica el amor y con esto, la sinceridad y la justicia.
Cada uno de los miembros de la “familia” vive en una soledad de
alma y hasta puede convertirse en un enemigo potencial del otro que, como le
parece - y es así de verdad - no lo entiende. Entonces manda el desorden
que es el desamor hacia el prójimo. En consecuencia, se puede decir que
aunque la familia esté presente formalmente, en realidad ya no existe.
Sus integrantes, como los caballos sueltos tienen que ellos mismos ocuparse
de su sobrevivir a todo costo. Ya son divididos, solos, vulnerables y tienen
ilusión que para superar todo esto, deben conseguir el poder sobre el
otro. Aparece el sentimiento de envidia hacia el prójimo, el deseo de
su humillación y sumisión. Con tal fin comienzan a mentir, destruir
y a veces hasta matar. Lo mismo pasa, cuando desesperan conseguir lo que desean:
se convierten en los ladrones, homicidas y suicidas.
Como vemos, la causa de toda esa desgracia está en la desconexión
de Dios- auriga que, uniendo todas las partes del cuerpo, las convierte en una
unidad del bienestar y de la vida, porque a todas las coloca en un lugar propio
para cada una de ellas dentro de la imagen trinitaria, formando así un
ser viviente con una sola cabeza y un solo cuerpo. La división siempre
se debe a la rebeldía del cuerpo que no percibe a la cabeza suprema o,
afectado por la soberbia, no quiere aceptar su importancia vital. Por lo contrario,
a la cabeza el cuerpo contrapone la soberbia de su autosuficiencia corporal.
Por eso la soberbia, igual que todo el mal, se considera en la Santa Escritura
como una locura.
Las consecuencias de la rebeldía del cuerpo originan también un
tipo de manifestaciones contra la cabeza suprema que se conoce como homosexualismo
o lesbianismo, en los cuales la confusión de los papeles del cuerpo y
de la cabeza llega hacia su cumbre, ya que la Santísima Trinidad que
es tanto la vida como la condición de la vida, se forma de la unidad
de dos integrantes distintos y no iguales; es decir, del macho y de la hembra
con sus funciones propias. ¿Qué pasaría con la tierra si
en lugar del sol que la fecunda, tuviera a su frente a alguna otra tierra? Como
el sol para la tierra, así es el hombre para la mujer y como la tierra
para el sol, así es la mujer para el hombre. La vida se origina sólo
a través de su amorosa unidad. Lo demás origina la destrucción
y muerte.
El que ama a Dios se encuentra en disposición de estar conectado con
Él. Amar a Dios es reconocer la importancia de ser dirigidos por Él,
la importancia del auriga para el carruaje con los caballos. Por eso dice Cristo
en Mateo, 22 , 37-40:
“Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, con
toda tu alma y con todo tu mente. Este es el mayor y primer mandamiento. El
segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a
ti mismo. En estos dos mandamientos está cifrada toda la ley y los profetas".
Pero también advierte que no puede ser al revés. No se puede amar
más al prójimo que a Dios, porque en este caso, al poner a Dios
en segundo plano, el lugar que le pertenece como al Creador, ocupa la criatura,
lo que también rompe la imagen trinitaria. Es por eso que dice Cristo:
“y enemigos de cada cual son los de su casa. El que ama a su padre o a
su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a
su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí”
(Mt 10 , 36-37)
El mismo sentido tiene el pasaje siguiente que exige la entrega total al Señor:
“Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a
su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida,
no puede ser discípulo mío” (Lc 14 , 26)
No es que hay que odiar a sus parientes, sino extirpar del corazón, como
algo hostil al hombre, cualquier amor que pretenda prevalecer sobre el amor
a Dios, porque todos somos como aquellos caballos que necesitan a Dios-auriga
para poder llevar el carruaje de la vida. Con otras palabras aquí se
habla de la moral suprema incondicional que es superior a todo afecto terrenal
y todos los lazos corporales. A su vez, amando a Dios, el hombre no puede no
amar a su prójimo, porque ese amor surge naturalmente del amor a Dios.
Así es el orden del Amor.
Dios y la nación
La nación es igual que una familia grande. La imagen del
auriga con el carruaje y los caballos de tiro es válido también
para cualquier nación. El auriga es la cabeza del cuerpo nacional mientras
que el carruaje equivale a la integridad de toda la nación, y los caballos,
a cada uno de sus representantes. Como el hombre tiene una cabeza, en el Cielo
hay un solo Dios. Como la familia viviente tiene un solo padre, el pueblo viviente
debe tener un solo gobernador. Así es la imagen trinitaria Divina, la
única forma que puede vivir: una cabeza, unida por el amor a un cuerpo;
un auriga dirigiendo un carro con los caballos a través de las riendas
que equivalen a los lazos del amor Divina, lazos que mantienen toda la Creación,
igual que el amor familiar mantiene unida toda la familia y el amor nacional,
a toda la nación. Pero es así sólo cuando el amor supremo
del gobernante es el amor hacia Dios. Cuando el gobernante ama a Dios más
que todo, más que al prójimo y más que a si mismo, es decir,
cuando pone la justicia Divina encima de todos los apegos humanos, entonces
es un receptáculo Divino, lo imita en los sentimientos y en la forma
de gobernar, es decir, ama su pueblo y mantiene a la gente en las condiciones
favorables para sus vidas, igual que el hombre que ama su cuerpo y lo cuida.
La nación no puede avanzar sin el gobernante, como el carruaje sin el
auriga. Tampoco puede avanzar sin que cada uno de sus integrantes ame a Dios
antes de todo, ya que sólo este sentimiento los impulsa a someterse al
gobernante que, igual que el hombre en la tierra, igual que el padre en la familia,
es al mismo tiempo el representante de Dios y Su imagen. Amando a Dios, amará
a todos sus compatriotas con un amor abnegado, porque, siendo en el atelaje,
cada uno reconoce el valor del otro y lo cuida hasta antes de sí mismo.
Así debe ser, porque así es la imagen trinitaria que está
en la base de la vida. Pero, lamentablemente, a causa de la alteración
de esta imagen trinitaria, vivimos del modo contrario. La ausencia del auriga,
como ya hemos observado, lleva el carruaje a la perdición: los caballos,
rompiendo su unidad, toman distintas direcciones.
Lo mismo pasa cuando en lugar de un auriga el carruaje dirigen dos o más
aurigas. Siendo personas distintas, los aurigas no pueden coincidir en todo
y su desacuerdo tarde o temprano rompe el carruaje, porque, al dividir la "cabeza"
- signo seguro de la desconexión de Dios - , intentan llevar el mismo
carruaje hacia direcciones distintas. Especialmente se afecta en tales casos
la moral pública que, perdiendo su dirección, pierde también
su claridad. Igual que los caballos sueltos, cada uno de los integrantes de
la nación sigue a su antojo. Las personas en tales países son
muy solitarias aunque y porque buscan resolver sus problemas por sí mismas
o la una en la otra y no logran. Creen que aman a su pueblo, pero, en efecto,
lo destruyen, porque pueden prosperar sólo formando con Dios una persona,
es decir, siendo dentro de la imagen de la Santísima Trinidad, que requiere
un rey para una nación, unidos ambos por el amor mutuo, como la cabeza
y el cuerpo.
Dios y la humanidad
Dios y la humanidad también deben formar una imagen humana, en la cual
Dios es la cabeza y la humanidad es el cuerpo, igual que Cristo y la Iglesia.
Esa imagen equivale a la del auriga y del carruaje con los caballos, donde Dios
es el auriga, el carruaje es el cuerpo integral de la humanidad y los caballos
son cada una de las naciones que la representan, unidas por el Amor Divino que
como el sol las alumbra a todas. Aunque las naciones se distinguen por sus particularidades,
por sus culturas, etc., según el designio Divino, no debían ser
divididas entre sí y no debían contraponerse, sino, siendo conciente
de aquel ser único que forman, tendrían que estar unidas una con
la otra por un amor muy profundo que las impulsara a cuidarse mutuamente, así,
como el hombre cuida todas las partes de su cuerpo, considerándolas igualmente
valiosas para la plenitud de su vida. Esa es la esencia del cristianismo y su
imagen, no como está ahora, sino como está llamada a ser y debe
ser en la eternidad. Dentro de la conciencia cristiana ya no existen distintas
naciones, sino el cuerpo de Cristo. Como dice el Apóstol: “os habéis
revestido del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento
perfecto, según la imagen de su Creador, donde no hay griego y judío;
circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo,
libre, sino que Cristo es todo y en todos” (Col 3, 9-11).
Este hombre nuevo es aquel que, como ya he dicho, ve la integridad del cuerpo
que forma la humanidad con Dios, por eso no difiere los pueblos y las naciones
en el suyo y en los ajenos, sino se siente familiar y parte de todos. 2 Entonces
el verdadero patriotismo tiene que ver con esa imagen íntegra y, reflejando
el mandamiento de Cristo, se manifiesta primero en el amor a Dios antes de todo
y después en el amor al prójimo que en esta vez se presenta como
una nación ajena. El que ama a Dios, ama a las familias y naciones
ajenas como a su familia y a su nación, estando siempre de guardia del
bienestar de todas, sin otras prioridades excepto la justicia que es el testimonio
de la prioridad del amor hacia Dios .
Eso es el significado del patriotismo verdadero: sentirse hijos de Dios en primer
lugar y después hijos de la nación y de la familia, lo que en
el mundo cristiano llevaría a la resolución de los conflictos
internacionales no según el ego nacional, sino según la suprema
justicia. En el caso contrario, cuando la humanidad se encuentra desconectada
de Dios, se resulta dividida en las naciones, que, como ya mencionados caballos
sueltos se quedan sin defensa y vulnerables una ante la otra, porque al perder
la unión, dejan de ver la integridad del cuerpo que forman y sólo
observan sus diferencias. Así comienza el cruce de las ambiciones, del
odio, de la envidia, las guerras. Cada una quiere dominar al resto a toda costa
tanto política como espiritualmente, igual que los seres humanos, cuando
están inconscientes del lugar y papel Divino en sus vidas. Tu propia
voluntad, tu propio juicio: eso es lo que te inquieta, - advierte Josemaría
Escrivá (Camino n.777), es decir, las inquietudes aparecen, cuando en
nuestra ciega soberbia no permitimos que actúe Dios.
Y ahí podemos concluir que el símbolo de Dios y de la vida es
la unidad de toda la criatura y el símbolo del mundo y de la muerte es
la división. La unidad es posible sólo bajo el mando del único
criterio, mientras que la división se caracteriza por la ausencia del
criterio único lo que lleva al choque de los múltiples criterios,
a la lucha eterna, al caos y al fin a la ausencia de la vida. Pero el criterio
único que requiere la vida, debe ser Divino y no humano para que no origine
un despotismo. Ese único criterio es el Amor Divina hacia toda su Obra
que fue construida sobre las leyes morales o las leyes de la vida, que es lo
mismo. Esas leyes son validas para todas las dimensiones de la vida que asemejan
a un juguete ruso, llamado matrioshka. Es una muñeca de madera que contiene
en sí otras tantas iguales, pero cada vez de menor tamaño. Así
es también la
Creación. A la muñeca más grande podemos compararla con
Dios y el resto correspondería al universo creado, a la tierra, a la
humanidad, a la nación, a la familia, al hombre, etcétera. A diferencia
del juguete, las “muñecas” reales no tienen fin, ya que todo
lo que existe y vive forma una “muñeca” con Dios. Así
todos estamos en Él y nuestra vida o muerte depende del nivel de nuestra
conexión con Dios. La conocida santa alemana del siglo XII Hildegard
de Bingen tiene un dibujo que ilustra una de sus visiones. El dibujo se llama
“El macrocosmos y el microcosmos” y representa la figura trinitaria
de Dios.
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2. Por la misma razón el Papa actual Benedicto XVI afirma:
“… quien quiera que se encuentre lejos de su país sienta
la Iglesia como una patria en la que nadie es extranjero” (Ciudad del
Vaticano, domingo 19 de junio de 2005. -ZENIT- diario “Cristo hoy”,
23 al 29 de junio de 2005). La misma idea está expresada por el santo
Josemaría Escrivá de Balaguer que dice: . Ser "católico"
es amar a la Patria, sin ceder a nadie mejora en ese amor. Y, a la vez, tener
por míos los afanes nobles de todos los países. Cuántas
glorias de Francia son glorias mías! Y, lo mismo, muchos motivos de orgullo
de alemanes, de italianos, de ingleses..., de americanos y asiáticos
y africanos son también mi orgullo.
- Católico!: corazón grande, espíritu abierto” (Camino,
n.525)
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En este dibujo vemos la imagen de un hombre que sobre su cabeza lleva una otra cabeza y en su vientre abarca la totalidad de la Creación. Las dos cabezas, una sobre la otra, simbolizan la ley de la vida, según la cual tanto el hombre como todo lo creado tiene vida, cuando encima de su cabeza lleva la de Dios, es decir, cuando se dirige por la razón Suprema o Divina y no por la suya, porque Dios es el Único quien sabe toda la integridad de Su Obra y tiene en sus manos las riendas de la vida. Ese es el significado de la palabra teóforo. Los hombres, las familias, las naciones, la humanidad entera - todos somos llamados a ser teóforos, porque en eso está la raíz de la vida.
Dios y la naturaleza
La relación entre Dios y la naturaleza es igual que la relación
entre Dios y el hombre, la familia, la nación y la humanidad. La imagen
trinitaria incluye a Dios como la cabeza y la tierra como el cuerpo.
Cuando la tierra reconoce a Dios, se convierte en un paraíso. Sus órganos
y sustancias vitales que son el sol, los montes, las llanuras, todas las particularidades
del paisaje terrenal, las plantas, los vientos, las aguas que corren doquier
formando su “sistema sanguíneo”, están llamados a
funcionar en la plena armonía. Según la Santa Escritura, tal tierra
no traga, ni mata a sus criaturas, no sabe cataclismos devastadores, sino todo
en ella constituye la vida y la favorece, porque está sometida a Dios-auriga
que dirige el carruaje de la vida terrenal. En el sentido físico el sol,
por su función, corresponde a la cabeza de la tierra y por eso simboliza
a Dios. En el salmo n.19 el rey David el sol compara con el esposo, diciendo:
“Él, como esposo que sale de su alcoba, se recrea, como atleta,
corriendo su carrera.” Todo lo que hay en la tierra conoce la importancia
de cada uno y, conociéndola, se llena del amor. Entonces todas las cosas
confiesan, repletos de goce, como su única función la alabanza
al Creador y a su obra. “Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento
anuncia la obra de sus manos”, dice el mismo salmo. En tal tierra todos
viven en la paz y en el amor mutuo, tanto los hombres como los animales y las
plantas y nadie hace daño alguno a nadie. A los reflejos de la dicha
tierra los vemos en muchos fragmentos del Antiguo y Nuevo Testamentos. Aquí
está uno de ellos como promesa del regreso a la vida, a la plena armonía,
para los cuales fuimos creados:
“ Serán vecinos el lobo y el cordero,
y el leopardo se echará con el cabrito,
el novillo y el cachorro pacerán juntos,
y un niño pequeño los conducirá.
La vaca y la osa pacerán,
juntas acostarán sus crías,
el león, como los bueyes, comerá paja.
Hurgará el niño de pecho en el agujero del áspid,
y en la hura de la víbora
el recién destetado meterá la mano.
Nadie hará daño, nadie hará mal
en todo mi santo Monte,
porque la tierra estará llena de
conocimiento de Yahvé,
como cubren las aguas el mar”. (Is 11 , 6-9)
Viviendo así en la paz y armonía, se olvidarán las enfermedades:
“Y no dirá ningún habitante: “Estoy enfermo””
(Is 33, 24)
Todas las desgracias de la tierra comenzaron cuando el hombre se rebeló
contra el mandamiento de Dios y comió el fruto prohibido. Ese hecho no
sólo causó la maldición del hombre, sino también
la de la tierra que pisaba: “maldito sea el suelo por tu causa”
(Gen 3 , 17), dijo Yahvé al hombre, “ el suelo de donde había
sido tomado” (Gen 3 , 23). Es decir, el suelo del que fue formada su carne.
Porque, como atestigua la parábola de la cizaña (Mt 13 , 24-30),
en su carne (y consecuentemente a través de esta en todo el suelo) junto
con el trigo Divino fue sembrada la cizaña del enemigo. Y ahora, privado
del Espíritu Divino, el hombre debía hacerse cenizas, es decir,
transformarse nuevamente en polvo - en lo que era en realidad. Su soberbia lo
hizo a desconfiar al Creador, pero creer a una criatura que lo engaño.
Ya que desde aquel tiempo los pensamientos del hombre no se alejan mucho de
él mismo, para creer en algo él siempre necesita un testimonio
del semejante suyo. Por eso Dios, ardiendo del deseo de rescatar al hombre de
la desgracia en la cual éste había caído, debía
hacerse hombre, nacer de la inmaculada virgen María mediante el Espíritu
Santo y contraponerse así a aquella otra criatura que había causado
la desgracia de toda la tierra. Porque a la vez con el hombre todas las criaturas
se rebelaron una contra la otra, como aquellos caballos que al perder a su auriga,
se vieron de repente en la confusión y angustia, solas y abandonadas
a su suerte en un mundo, lleno de peligros que venían no sólo
de las personas o animales, sino de la misma tierra que, igual que ellos, se
rebeló contra todos sus habitantes. Desconectada de Dios, perdió
el equilibrio de la vida y padeció a numerosos cataclismos - tales como
tsunami, terremotos, diluvios, etcétera, - que de vez en cuando afectan
a todo el ser vivo y son, en el último término, las consecuencias
de la actitud humana. Por eso en la Biblia estos se explican como la ira de
Dios, pero también como la consecuencia de las enfermedades de la tierra,
causadas por el hombre: “ Pues se levantará nación contra
nación y reino contra reino, y habrá en diversos lugares hambre
y terremotos. Todo esto será el comienzo de los dolores de alumbramiento”.
(Mt 24 , 7-8)
De todo lo dicho podemos concluir que una vez rota la imagen Divina en el hombre,
se rompe todo. Y para que la tierra vuelva a ser el hogar paradisíaco
para el hombre, es imprescindible que el hombre reestablezca su vínculo
con Dios, es decir, permita que Dios tome en sus manos las riendas de su vida.
Entonces también la tierra se unirá con el Creador y vivirá
alegremente bajo su dirección. El Espíritu Divino la penetrará
como la penetran los rayos del sol, aunque en aquella tierra ya no habrá
sol, porque su sol será Dios.
Como dice el profeta: “no será para ti ya nunca más el sol
luz del día, ni el resplandor de la luna te alumbrará de noche,
sino que tendrás a Yahvé por luz eterna, y a tu Dios por tu hermosura”
(Is 60 , 19) o como lo atestigua el Apocalipsis ( 22, 5): “Noche ya no
habrá; no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol,
porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos
de los siglos”.
Dios y el universo
No hace falta repetir que la misma imagen del auriga y del carruaje con los
caballos corresponde al vínculo Dios y el universo. Los caballos que
llevan el carruaje del universo son planetas y galaxias que funcionan como un
inmenso reloj en un orden maravilloso que Einstein calificó como un milagro.
Dios a través del Espíritu Santo las mantiene unidas en este orden,
igual que el auriga mantiene unidos a los caballos que llevan el carruaje. Qué
pasaría si el hombre, que ve cada una planeta y cada una galaxia separadamente
y no alcanza ver toda la imagen trinitaria que ellas forman con Dios, hubiera
capaz de realizar su intención de meterse en el orden del universo, ni
siquiera podemos imaginar. Es la torre de Babilón bíblica que
nunca ni se puede, ni debe, ni habrá de ser construido por el hombre
en su estado de caída. Mientras que aquel hombre nuevo y venidero que
habrá de nacer del Espíritu Santo no tendrá necesidad construirla,
ya que alcanzará el cielo como hijo legítimo de Dios y vivirá
allí para siempre en la casa de su Padre.
La caída o el mundo al revés
Ya hemos comparado a Dios trinitario con la imagen del sol penetrando por sus rayos a la tierra.
Para intentar a entender mejor el significado vital de la Santísima Trinidad, tracemos los contornos de esta imagen, formando un triángulo isósceles, donde el vértice superior correspondería al Padre, la base al hijo en su representación del varón y de la mujer, y los rayos que unen al Padre con el Hijo, al Espíritu Santo.
Como he dicho, según esta imagen fue creado todo. Esquemáticamente el modo de la creación podemos expresar con los otros semejantes triángulos dentro del Triángulo grande o Divino, que, además de su imagen triangular autónoma, forman también un triángulo con Dios.
Cualquier de esos triángulos (hombres, familias, naciones, etc.) tiene
vida, si se conecta con la razón suprema a través del Espíritu
Santo. En el dibujo esa conexión de la creatura con Dios está
presentada por los rayitos rojos.
Ahora lo que quiso hacer Lucifer, es crear su propio mundo, imitando al Padre.
Pero porque fue sólo una criatura y todo el esplendor suyo tenía
prestado del Padre, no pudo hacer nada más que aprovecharse de lo creado
por el mismo Padre para transformarlo. Por eso su atención se concentró
en el hombre que era una criatura ingenua. Expresando esquemáticamente,
construyó su triángulo en la misma base del triángulo Divino,
proyectándolo al revés e imitándolo como una sombra. De
este modo contra el mundo estable de
Dios apareció un mundo inestable, falso, inseguro, expuesto a los cambios,
igual que la imagen, reflejada en el agua, que se mueve, tergiversa y se rompe
bajo el menor viento. Así es el mundo pasajero y temporal. En este mundo
falso toda la Obra del Padre recibió su sombra volcada y corriente. Sus
sostenes son contrarios a los del mundo Divino. Son construidos en la mentira,
porque Lucifer, engañando al hombre, logró raptarlo de Dios, es
decir, desconectarlo del Padre - su cabeza y vida - y conectarlo consigo mismo
que es, siendo una criatura o el "cuerpo" que rechazó a Dios
- su cabeza -, personifica los instintos del cuerpo. De modo que si Dios influye
al hombre el Espíritu altruista de la vida y del amor supremo, Lucifer,
uniéndose, o conectándose, con el hombre le influye el amor propio
o egoísta, cuya ceguera, al fin y al cabo, lleva al hombre a la muerte.
Así frente a los sostenes del mundo Divino, o los sostenes de la vida,
los que se llaman virtudes, subieron los sostenes del mundo de Lucifer, o los
sostenes de la muerte, los que se llaman vicios.
De lo considerado se ve que toda la acción humana que favorece a la formación
de la imagen de Dios, o de la Santísima Trinidad, es virtuosa, porque
contribuye a la Vida. Y al contrario, la que destruye la imagen de Dios, o de
la Santísima Trinidad, es viciosa, porque contribuye a la muerte.
El amor y la envidia
“Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón,
con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el
mayor y primer mandamiento. El segundo es
semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo. En estos dos mandamientos está cifrada
toda la ley y los profetas”. (Mateo, 22, 37-40),
Todas las virtudes nacen del Amor, igual que todos los vicios se originan
en la envidia y soberbia.
“Dios es Amor”, dice San Juan en su primera
epístola (4 ,16). Y ya que, según él, Dios también
es espíritu (Jn 4, 24), el amor asimismo es espiritual y no se puede
explicarse químicamente.
- Pero ¿cómo podemos entenderlo?
- El amor es la unión de dos personas que las convierte en una: con un
corazón, un alma y una mente o, como dice el Apóstol: en un solo
cuerpo y un solo Espíritu (Ef 4, 4), es decir, en la misma Santísima
Trinidad, cuya parte hemos llamados a formar desde los tiempos del comienzo
de la Creación. Es de ella a la que se tratan los dos mandamientos de
Cristo. Entenderlos mejor nos ayudará la misma imagen del auriga y del
carruaje con los caballos.
El significado del primer y del mayor mandamiento - “Amarás al
Señor Dios tuyo con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo
tu mente” (Mt 22, 37), que repite lo dicho también en el Antiguo
Testamento: “Escucha, Israel: Yahvé nuestro Dios es el único
Yahvé. Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón,
con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 4-5), - es comparable
con la demanda de la sumisión amorosa e incondicional de cada caballo
al auriga que se manifiesta como la condición del avance del carruaje
(que aquí personifica a la vida).
El segundo mandamiento - “Amarás a tu prójimo como a ti
mismo”, que suma los otros antiguos mandamientos, - refleja la necesidad
del amor y del cuido recíproco entre los caballos de tiro con el mismo
fin del avance del carruaje, porque el avance depende de la salud y de la fuerza
de cada uno de ellos y de su unanimidad.
De otras palabras, los mandamientos requieren que tanto cada uno como todos
juntos formen una persona con Dios, o sean partes de Su cuerpo místico.
Y esto es posible cuando uno ama más a Dios que a sí mismo, y
al prójimo, como a su propia alma, o dicho de otra manera, cuando el
sentido de la justicia prevalece sobre cualquier otro sentimiento. Tal amor
es siempre abnegado, dispuesto al auto sacrificio. Así fue el amor de
Abraham, dispuesto a sacrificar hasta a su propio hijo por el amor de Dios,
que de este modo anticipó el otro sacrificio, el gran sacrificio venidero
que debía hacer Dios mismo, sacrificando a Su único Hijo homogéneo
Jesucristo para nuestra salvación. Así fue el amor de Jonatán,
el hijo de Saúl, que habiendo preferido a sus sentimientos filiales la
justicia - es decir a Dios -, salvó a David, su prójimo, a quien
“amó como a si mismo” (I S 18, 1), de la maldad de su padre
(I S 20.). Así es también cualquier amor sacrificial, si es movido
por la suprema justicia.
Pero el segundo mandamiento nunca debe ocupar el lugar principal, porque cuando
eso pasa, la egolatría divide el mundo según el concepto “yo
y el otro”, “lo mío y lo de ajeno”. Y eso es lo que
vemos alrededor nuestro. La gente común a menudo cree, que sacrificando
la justicia para el bien de sus propios hijos, su propia familia, su propia
patria, no comete ningún crimen, porque lo hace por amor al prójimo.
Pensando así la gente no se da cuenta, que bajo este “amor al prójimo”
se esconde el amor a sí mismo o la egolatría, y todo lo que hace,
en fin de cuentas, hace para sí mismo, sin pensar mucho en el resto del
mundo o, peor todavía, considerándolo como un enemigo. Es un amor
idólatra. Por este tipo de amor, que no reconoce el lugar verdadero de
Dios en la vida de cada uno, están afectados, por ejemplo, todos los
terroristas-suicidas, todas las personas violentas en general y hasta los pueblos
enteros. Viviendo el narcisismo, estos creen que son los más santos,
los más poderosos, los más hermosos, los más queridos por
Dios y únicos elegidos para gobernar. Todas las potencias del mundo antiguo
y contemporáneo estaban y están convencidas en su exclusividad:
tanto no cristianas como cristianas. Y es así, porque los primeros no
aceptan y los segundos olvidan que Cristo, el Dios todopoderoso, prefirió
nacer y vivir en la humildad y no necesitaba ni tierras, ni poderes terrenales,
para vencer el mal y gobernar, porque Su poder se radica en el Espíritu,
la única cosa que no se corrompe.
Eso quiere decir, que el verdadero amor humano es aquel que comienza del amor
hacia Dios y después, como consecuencia de este, se proyecta en el amor
hacia el prójimo. De este amor elevado nace la sabiduría que se
manifiesta a través de tales virtudes, como: fe, verdad, humildad, caridad,
largueza, castidad, perdón, altruismo, sinceridad, serenidad, esperanza,
paciencia, templanza, diligencia, alegría, etc. Así es el amor
de los Hijos de Dios.
Mientras tanto la egolatría se origina en la locura de la
envidia destructiva que se manifiesta a través de los vicios.
Estos se presentan como deformaciones de las virtudes, es decir, en ellos la
fe se convierte en el ateismo; la verdad, en la mentira; la humildad, en la
soberbia; la caridad, en la maldad; la largueza, en la avaricia; la castidad,
en la lujuria y el libertinaje; el perdón, en la venganza; el altruismo,
en el egoísmo; la sinceridad, en la astucia; la serenidad, en la angustia;
esperanza, en la desesperación; paciencia, en la ira; templanza, en la
gula; diligencia, en la pereza; alegría, en la tristeza; etc. La envidia
y la soberbia de Lucifer lo empujaron a rebelar contra Dios, originando la muerte
y el infierno. “La envidia corroe los huesos”, dicen los Proverbios,
mientras que el “corazón apacible es salud para el cuerpo”
(14, 30). Fue la envidia que empujó a Caín a matar a su hermano
Abel. Como admite Santiago, “donde hay envidia y ambición, allí
hay desconcierto y toda clase de maldad” (3, 16).
A pesar de esto la gente a menudo intenta ennoblecer la envidia, difiriéndola
en la sana y la mala o, para evitar el choque que produce esta palabra, cambiándola
por la de ambición. Pero tanto una como la otra se basan en un deseo
oculto que podríamos sumar de siguiente modo: “cuesta lo que cuesta,
quiero estar en tu lugar”. La única ambición que se podría
considerarse noble, es la “ambición” de recuperar su imagen
humana a través de la conexión con Dios, es decir, llegar a ser
santo. Pero, en realidad, el deseo de la santidad no se define por la palabra
ambición que es la hermana de la envidia. Lo que se logra por la ambición,
se logra por el amor propio que ni ve y ni quiere ver nada más allá
de sí mismo. Pero es justa la pregunta evangélica: “¿de
qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su
vida?” (Mt 16, 26) La envidia es un sentimiento comparable con el caballo
suelto, a quien ya no le interesa el destino del carruaje, y que, abandonándose
a su propia suerte, lucha para sobrevivir, muriendo al fin y al cabo del cansancio
y de las heridas. En otras palabras, es un sentimiento del hombre caído
o carnal, desconectado de Dios. “Todavía sois carnales”,
dice el Apóstol, “porque, mientras haya entre vosotros envidia
y discordia, ¿no es verdad que sois carnales y vivís a lo humano?”
(I Cor 3, 3). “¿Envidiáis y no podéis conseguir?
Combatís y hacéis la guerra” (St 4, 1-2).
El que pretende convertirse en el Hijo de Dios, o en los que se llaman vivientes,
tiene que ahogar en sí la menor chispa de este sentimiento apenas aparezca,
pisándolo despiadadamente como si fuera la cabeza de la serpiente.
La soberbia y la humildad
La soberbia (junto con la envidia) es el pecado principal que intervino en
el orden Divino y hizo un daño tan grande que sólo Dios sabe sus
dimensiones. En la Biblia la soberbia se personifica por el ángel caído,
Lucifer. He ahí como le habla Dios por boca del profeta Isaías:
“Ha sido precipitada al Seol tu arrogancia al son de tus cítaras.
Tienes bajo ti una cama de gusanos, tus mantas son gusanera. ¡Cómo
has caído de los cielos, Lucero, hijo de la Aurora! ¡Has sido abatido
a tierra, dominador de naciones! Tú que habías dicho en tu corazón:
“Al cielo voy a subir, por encima de las estrellas de Dios alzaré
mi trono, y me sentaré en el Monte de la Reunión, en el extremo
norte. Subiré a las alturas del nublado, me asemejaré al Altísimo.
¡Ya!: al Seol has sido precipitado, a lo más hondo del pozo.”
(14, 11-15)
Lucifer, siendo la luz que creó el Padre, en su arrogancia, cegado de
su propio esplendor, se atribuyó a sí mismo toda la gloria recibida
de Dios y, destruyendo el orden de la vida, cimentó el infierno. Y para
que esa desgracia no se repita con el hombre, Dios lo vistió en la “carne”
o, como dice el apóstol, “en los recipientes de barro”. Así
son las palabras del apóstol: “el mismo Dios que dijo: “Del
seno de las tinieblas brille la luz”, la ha hecho brillar en nuestros
corazones, para iluminarnos con el conocimiento de la gloria de Dios que está
en la faz de Cristo. Pero llevamos este tesoro en recipientes de barro para
que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros”
(2 Cor 4, 6-7). O diciendo de otra manera, para que el hombre no se atribuya
lo que había recibido y no desprecie el resto de la Creación.
A eso lo ayuda “el recipiente de barro” en el que Dios colocó
al hombre y el que le permite, conociendo la muerte, tener la posibilidad de
elegir entre la misma y la vida.
“Ante los hombres está la vida y la muerte”, dice el Siraj,
“A cada uno se lo dará lo que prefiera”. (Si 15, 17)
¿Cómo es?, nos ayudará a entender la misma imagen del auriga
y el carruaje con los caballos de tiro.
Para poder llevar adelante el carruaje, los caballos de tiro deben ver y aceptar
la superioridad del auriga y con plena confianza someterse a su mando. Además
deben, cuidar a sus compañeros de tiro, ya que su salud favorece al ajuste
de sus pasos, tan importante para el avance del carruaje. De ahí se ve
que cuando uno de los caballos comienza a morder a su compañero, dificultando
así la marcha, en efecto, desobedece al auriga. Lo que pasa entonces,
ya sabemos: el carruaje se rompe.
Igual el hombre. Apenas se cree mejor que su prójimo, está a pocos
pasos de creerse Dios y, como consecuencia de esto, se autodestruye, violando
el orden de la Santísima Trinidad. Entonces a la soberbia podemos compararla
con la locura, mientras que la humildad es la sabiduría, porque es la
hermana del amor y nace del conocimiento de la grandeza de Dios.
Como dice San Agustín, Dios nos ha creado para sí mismo. Y es
lo mismo que para la vida, pues es Él quien emana la vida. Entonces todo
lo que tiene la vida depende de Dios y no puede contraponerse a Él sin
cortar el “cordón umbilical” que lo une con Dios y le da
vida. Es decir, para tomar parte de la vida, hay que aceptar el papel imprescindible
y superior de Dios en nuestra propia vida y servirle, sirviendo, en realidad,
a la vida. Y este servicio no es un servicio del esclavo, sino de un ser verdaderamente
libre, del Hijo, del colaborador. 3
Mientras que cualquier altivez, en fin de cuentas, atenta contra la integridad
de la Santísima Trinidad. Por esa razón tanto la soberbia como
el orgullo son los vicios más detestables para Dios e, igual que la envidia,
constituyen la raíz del todo mal. Fue el orgullo, la soberbia, el deseo
de ser como Dios que hicieron a caer a Lucifer y también al hombre. Y
para reparar el daño que el hombre hizo a sí mismo, Dios destacó
el tiempo histórico del hombre que le ayudaría libremente reconocer
el poder de Dios y al final volver a Él, como vuelve el hijo pródigo
a su padre. Ese tiempo histórico es el camino del hombre por la tierra
que Dios explica así:
“Acuérdate de todo el camino que Yahve tu Dios te ha hecho recorrer
durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, para probarte
y para conocer lo que había en tu corazón: si ibas a guardar sus
mandamientos o no. Te humilló y te hizo pasar hambre, y después
te alimentó con el maná que ni tú conocías ni habían
conocido tus padres, para hacerte saber que no sólo depan vive el hombre,
sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Yahvé ”.(Dt
8 , 2-3) […] “ para al final hacerte feliz ”. (Dt 8, 16)
Aunque suela atribuir este fragmento únicamente a la historia del pueblo
israelí, en realidad se trata del camino de todo hombre sobre la tierra,
porque en el “ maná” que simboliza la palabra Divina, saliendo
de la boca de Dios y contraponiéndose al pan terrenal ( “para hacerte
saber que no sólo de pan vive el hombre” ), podemos reconocer a
Cristo que dijo: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra
que sale de la boca de Dios” (Mt 4 , 4) y que nació en la tierra
lejos de los tiempos de Moisés. Eso hace suponer que la comunicación
del fragmento es más bien simbólica y se refiere a todo el camino
de los hijos pródigos de Dios en la tierra que todavía no ha terminado,
porque nadie, en efecto, ha alcanzado la “tierra prometida” que
es el Edén recuperado, donde no hay ni enfermedades, ni muerte, mas todo
favorece a la vida y todo es la vida. Entonces la definición “el
pueblo de Dios” no se determina por la carne, sino por el espíritu,
es decir, el “israelita” verdadero es aquel, quien cree en un solo
Dios y reconoce Su orden Divino, fundado en
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3. Como dice J. de Balaguer en los “Amigos de Dios”,
“…de todos modos hemos de servir, pues, admitiéndolo o no,
ésa es la condición humana -, nada hay mejor que saberse, por
Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de
esclavos, para convertirse en amigos, en hijos”.
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las reglas morales, sea quien sea y de qué pueblo sea. La humillación
que sufre el hombre – el hijo pródigo - durante su viaje por el
desierto es la parte de la prueba que Dios le definió para combatir su
soberbia que causó su caída. Por eso dice el profeta: “Yahvé
Sebaot […] ha planeado profanar el orgullo de toda su magnificencia y
envilecer a todos los nobles de la tierra” (Is 23, 9).
Y lo hace continuamente. ¿Dónde están los imperios potentes
que la humanidad había conocido en todas las épocas? Desaparecieron
uno tras otro, disminuyéndose hasta los límites de un solo pueblo
o perdiéndose por completo, porque el destino de todo lo que se eleva
a sí mismo es la caída en la fosa del infierno. He ahí
como lo dice el profeta Ezequiel: “para que ningún árbol
plantado junto a las aguas se engríe de su talla, ni levante su copa
por entre las nubes, y para que ningún árbol bien regado se estire
hacia ellas con su altura. ¡Porque todos ellos están destinados
a la muerte, a los infiernos, como el común de los hombres, como los
que bajan a la fosa!” (Ez 31, 14) Ningún imperio ha sobrevivido
en el pasado, ni sobrevivirán los que vendrán consecutivamente
en el futuro. Así será hasta el último día de los
tiempos cuando Dios definitivamente arrollará cualquier altivez que se
contraponga a la Santísima Trinidad. De este día nos cuenta el
profeta Isias:
“…será aquel día de Yahvé Sebaot para toda
depresión, que será enaltecida, y para todo lo levantado, que
será rebajado; contra todos los cedros del Líbano altos y elevados,
contra todas las encinas de Basan, contra todos los montes altos, contra todos
los cerros elevados, contra toda torre prominente, contra todo muro inaccesible,
contra todas las naves de Tarsis, contra todos los barcos cargados de tesoros.
Se humillará la altivez del hombre, y se abajará la altanería
humana…” (Is 2, 12-17).
Y eso no será una venganza, aunque alegóricamente se llame así,
sino la manifestación definitiva de las consecuencias de la soberbia
del espíritu humano que lo lleva a la autodestrucción. “¡Ay,
los sabios a sus propios ojos, y para sí mismos discretos!” (Is
5, 21), dice Dios por la boca del profeta. Efectivamente, porque al soberbio
se puede compararlo con aquel caballo de tiro que, despreciando al auriga y
a sus compañeros de tiro, pretende él mismo dirigir el carro,
es decir, tomar las riendas en sus manos. En otras palabras quiere competir
con el mismo Espíritu Santo que es la raíz de la vida. Pretender
a competir con Él significaría pretender a cortar la raíz
de la vida. Por eso la soberbia es el sinónimo y la causa de la muerte.
Consecuentemente es el pecado más detestable entre otros, el que nunca
se perdonará, como la vida no puede perdonar la muerte, porque la muerte
significa la ausencia de la vida. “Todo pecado y blasfemia”, dice
Cristo, “se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el
Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el
Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu
Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro”. (Mt
12, 31-32)
Como uno amando a Dios naturalmente ama también al prójimo, así
despreciando a Dios desprecia naturalmente también al prójimo,
asemejándose al dicho caballo que muerde y patea a sus compañeros
de tiro, causando el derrumbamiento del carruaje, cuya reparación requiere
ora el arrepentimiento del caballo rebelde y su sumisión al auriga, ora
su exclusión de tiro que significaría su exclusión de la
vida. Por eso dice el proverbio:
“la arrogancia acarrea deshonra; la sabiduría está con los
humildes” (Pr 11, 2)
Lo mismo repiten los apóstoles:
“Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano, está
aun en las tinieblas”. (I Jn 2, 9). Por eso “…No os estiméis
en más de lo que conviene; tened más bien una sobria estima según
la medida de la fe que otorgó Dios a cada cual”. (Rom 12, 3), “Porque
si alguno se imagina ser algo, no siendo nada, se engaña a sí
mismo” (Ga 6, 3).
Entonces la sabiduría está en “la humildad (que) precede
a la fama”. (Pr 15, 33), es decir a la gloria, porque sólo a los
humildes Dios “conduce rectamente y enseña su sendero” (Sal
25, 9).
La humildad es la conciencia de la grandeza de Dios, de lo que la vida del hombre
se relaciona con Dios, se da por Dios y no existe fuera de Él. Como dice
el apóstol, “¿qué tienes que no lo hayas recibido?”
(I Cor 4, 7). Por eso Dios “salva a la gente humilde y abata los ojos
altaneros”. (2 S 22 ,28). Y lo hace con el único fin a salvar a
todos, hasta se humilla a Sí mismo mostrando así que la verdadera
grandeza nada tiene que ver con la que imagina el hombre:
“¡Exulta sin freno, Sión,
grita de alegría, Jerusalén!
Que viene a ti tu rey:
Justo y victorioso,
Humilde y montado en su asno,
En una cría de asna”. (Za 9, 9)
El ejemplo del Señor muestra que “el que se humille, será
ensalzado”, mientras que “el que se ensalce, será humillado”
(Mt 23, 12).
Así es la ley de la vida: si uno quiere tener la vida, que deje que la
tengan también los otros. Para eso el hombre tiene que sentirse niño
ante de la vida, es decir, ante Dios. Y para sentirse niño, debe ser
humilde. “Quien se humille”, dice Cristo, “como este niño,
ése es mayor en el Reino de los Cielos” (Mt 18, 4).
Efectivamente, ¿qué es la soberbia? La esencia de la soberbia
es el desamor o la ausencia del amor, porque si el amor es paciente, la soberbia
es impaciente; si el amor es amable, la soberbia es malevolente; si el amor
no es envidiosa, la soberbia se alimenta por la envidia; si el amor es humilde,
la soberbia es jactanciosa; si el amor es desinteresado, la soberbia, al contrario
sólo busca su interés. Y si la soberbia no relaciona la vida con
el amor, entonces uno de sus señales es la ceguera y el otro es el intelecto
mediocre que se concentra sólo en sí mismo y fuera de sí
no se ve, prácticamente, nada. Las personas soberbias, como admite el
Apóstol, “se recomiendan a sí mismos. Midiéndose
a sí mismos según su opinión y comparándose consigo
mismos, obran sin sentido” (II Cor 10 , 12).
Mientras que el sentido, como sabemos, está en el ver la unidad de toda
la Creación de Dios, en el sentirse integrantes del cuerpo místico
Divino en calidad de los Hijos, ocupando cada uno su lugar único (donde
él es insustituible) y cumpliendo su deber de la Esposa mística
del Señor. A eso nos invoca el Apóstol: “… con la
sinceridad en el amor, crezcamos en todo hasta aquel que es la cabeza, Cristo,
de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por la colaboración
de los ligamentos, según la actividad propia de cada miembro, para el
crecimiento y edificación en el amor”. (Ef 4, 14-16). El ejemplo
de este amor que es sinónimo de la humildad, nos dio Cristo mismo, “El
cual, siendo de condición divina, No codició el ser igual a Dios
Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo.
Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre, se rebajó
a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte
de cruz. Por eso Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre, que está
sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo
Jesús es el SEÑOR para gloria de Dios Padre”. (Flp 2 , 6-11)
Así que, como nos previene el apóstol: “Nada hagáis
por ambición, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando a los
demás como superiores a uno mismo, sin buscar el propio interés
sino el de los demás”. (Flp 2, 3), porque: “…el que
quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el
que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo de la
misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir
y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20 , 26-27)
La fe y el ateismo
En la Biblia la fe se presenta como la visión de lo invisible, y en
primer lugar de Dios invisible. “Moisés”, dice el Apóstol
Pablo en su carta a los hebreos, “por la Fe, salió de Egipto sin
temer la ira del rey, se mantuvo firme como si viera al invisible.”
Hb 11, 27) A lo largo del mismo capítulo de la misma carta
hay muchos otros semejantes testimonios. La fe pertenece al espíritu
y no se vincula con la carne que limita la visión humana. En realidad,
la fe es un conocimiento, pero adquirido no por la razón humana, sino
por las vías sobrenaturales. Parece a la intuición, pero es mucho
más clara y potente. Si, hablando metafóricamente, comparemos
la fe con una roca en la orilla del mar, la intuición parecería
a las olas rompiéndose sobre sus pendientes, abrazándolas por
un instante, pero después deslizándose de ellas y volviéndose
nuevamente al mar. El que tiene fe, sabe con certeza. Como dice el Apóstol:
“La Fe es garantía de lo que se espera; la prueba de lo que no
se ve”. (Hb 11, 1) El conocimiento que proporciona la fe verdadera, es
mucho más consciente que parece, y se llama sabiduría, porque
se refiere al mundo invisible para el ser humano, al mundo espiritual que es
el sostén del mundo visible y la única realidad inmutable y eterna,
o, diciendo de otra manera, a los cimientos de la vida, que representan la ley
Divina. Desde ahí comienza. Según Sb 8 , 4, 8, la sabiduría
“está iniciada en el conocimiento de Dios […] ella conoce
el pasado y adivina el futuro, comprende dichos agudos y resuelve enigmas, conoce
de antemano signos y prodigios y la oportunidad de momentos y tiempos”.
Se otorga a los que se abandonan por la búsqueda de Dios. “Pues
abandonaste la ley tuya”, dice Dios a Esdras, “y buscaste y te dedicaste
a la ley mía. Y dispusiste sabiamente tu vida y llamaste madre a tu sentido.
Y por esto te mostré premio junto al Altisimo […] otras cosas te
diré y te mostraré cosas graves y maravillosas” (IV Esd
13, 54-56). Es decir, se la da al hombre, cuando, abandonando sus intereses
personales para buscar a Dios y la verdad, él quita de sí toda
la impureza humana y se convierte en casto, pues tal es la condición
imprescindible para poder recibir la sabiduría Divina que todo atraviesa
y penetra exclusivamente “en virtud de su pureza”. Como admiten
los Proverbios, “la sabiduría es más móvil que cualquier
movimiento y, en virtud de su pureza, atraviesa y penetra todo. Es un soplo
del poder de Dios, una emanación pura de la gloria del Omnipotente”
(Sb 7, 24-25). Aplicando lo dicho a nuestra imagen de la Santísima Trinidad,
podemos decir que los fieles son aquellos que perciben la realidad del auriga
y reconocen su maravilloso e imprescindible papel en la vida del hombre y del
universo.
Pero la fe hay que distinguirla de la superstición que busca justamente
los intereses personales. Así fue el paganismo, o idolatría, que
a no poder proporcionar un criterio único, un fundamento firme para la
orientación del hombre, lo deja en la oscuridad total del mando de los
instintos: de la “fornicación, impureza, pasiones, malos deseos
y la codicia que es una idolatría” (Col 3, 5). Esos, preñados
de destrucción, traen consigo el temor al prójimo y a todos los
elementos del mundo. De esta superstición que no sabe la fe verdadera
y luminosa, nacen también la rebeldía contra la naturaleza que
se presenta hostil y el deseo de cambiarla y someterla para apagar la angustia
interna que atormenta al hombre supersticioso. A partir de este momento la superstición
se convierte en una forma del paganismo que se conoce como ateismo. Este podríamos
cualificar como la fe al revés, porque el ateo también cree, pero
no en Dios, a quien niega, sino a sí mismo, a su capacidad de desafiar
la naturaleza, vencerla, convirtiéndose el mismo en dios omnipotente.
Desde el punto de vista de la dicha imagen trinitaria, el ateo se nos presenta
como uno de los caballos de tiro que pretende ocupar el lugar del auriga y crea
lograrlo, sometiendo despóticamente a sus compañeros del tiro.
Pero ¿cómo lo hace el ateo? Al principio esclaviza a la gente,
asustándola con la proyección de los peligros que la acechan en
el mundo, eliminando al mismo tiempo a aquellos a quienes no logra vencer, después
prometiendo la liberación y salvación a través de la ciencia
humana.
Sin embargo las criaturas no emanan el espíritu de la vida. Se puede
robar su pequeña chispa por un tiempo muy corto, como lo hacen, por ejemplo,
los que se dedican al desarrollo de la genética, de la clonación,
de los transplantes de los órganos sin abarcar la integridad inmensa
de la Creación, que sólo la fe es capaz de hacer, y sin tener
muy clara la interdependencia de todos los elementos. Porque esta chispa robada
pronto desvanece, como el agua del mar en las palmas de las manos. Nadie puede
lograr a devolver la eternidad al hombre sin el Espíritu Santo. Por eso
todos los caminos de la ciencia atea llevan hacia la vanidad, es decir, no van
más allá del cadáver. Revisando y seleccionando los desechos
que son, por la expresión del Apóstol, “elementos sin fuerza
y valor”, elevan inmensos castillos de arena que se rompen más
fácilmente que se construyen. Es contra las semejantes tentaciones que
dice el Apóstol Pablo:
“…nosotros, mientras éramos menores de edad, éramos
esclavos de los elementos del mundo… Mas ahora que habéis conocido
a Dios… ¿cómo retornáis a esos elementos sin fuerza
ni valor, a los cuales queréis servir de nuevo? Observáis los
días, los meses, las estaciones, los años. Me hacéis temer
haya sido en vano todo mi afán por vosotros.” (Gal 4, 3-5, 9-11).
A tales personas que no ven a Dios-auriga y creen llegar al conocimiento de
los cimientos del mundo, del hombre y de su historia por su propia cuenta, la
Santa Escritura las llama “ hijos de Agar, que buscan el saber en la tierra,”
es decir, hijos de la esclava, y se refiere a “ los mercaderes de Madián,
los narradores de historias y los buscadores del saber,” que “ no
conocieron el camino de la sabiduría ni recordaron sus senderos”
(Ba 3 , 23). A esta “sabiduría” de los esclavos el Apóstol
Pablo la lama locura, diciendo: “La sabiduría de este mundo es
locura a los ojos de Dios. En efecto, dice la Escritura: El que enreda a los
sabios en su propia astucia” (I Cor 3, 19).
Pero un cristiano verdadero ya es liberado de esta esclavitud y debe cuidarse
para no caer de nuevo en las garras del avasallador: “Mirad”, dice
el Apóstol, “que nadie os esclavice mediante la vana falacia de
una filosofía, fundada en tradiciones humanas, según los elementos
del mundo y no según Cristo. Porque en Él reside toda la plenitud
de la divinidad corporalmente, y vosotros alcanzáis la plenitud en Él,
que es la cabeza de todo principado y de toda la potestad”. (Col 2, 8-10).
En el caso contrario, cuando el hombre desprecia la sabiduría Divina,
es desdichado y trabaja en vano: “Desdichado el que desprecia la sabiduría
y la educación; vana es su esperanza, baldíos sus esfuerzos, e
inútiles sus obras. Sus mujeres son necias, sus hijos son perversos,
y su posteridad maldita” (Sb 3, 11-12). Por eso dicen los Proverbios:
“Mejor es adquirir sabiduría que oro,
Más vale inteligencia que plata”. (Pr 16, 16)
El hombre, haga lo que haga, sólo entonces adquiere el conocimiento constructivo
y verdadero, cuando realiza sus obras en la conciencia de Dios, dirigiéndose
sobre todo por la ley moral Divina que siempre construye sin destruir jamás.
El significado del matrimonio y del adulterio
en su relación a la Santísima Trinidad
De las cartas del Apóstol Pablo se puede concluir que en el mundo visible
los seres vivos son “improntas” de las imágenes del mundo
invisible, igual que Cristo es la “impronta” de la sustancia Divina
(Hebr 1, 2-3). Como dice el apóstol, “si hay un cuerpo animal,
hay también un cuerpo espiritual” (I Co 15, 44) y el cuerpo animal
es la imagen del cuerpo espiritual del que depende la vida y la muerte del hombre.
Como el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios, es decir, según
el Orden Divino o, dicho de otra manera, según la imagen de la Santísima
Trinidad, es evidente que para vivir, debe corresponder a ésta imagen.
Por eso los hombres son vivos, cuando sus acciones no destruyen las imágenes
primordiales, dadas por Dios a cada uno de ellos con una gracia especial, porque,
como dice el apóstol, “cada cual tiene de Dios su gracia particular:
unos de una manera, otros de otra” (I Co 7, 7). Tales hombres son castos
y santos, precisamente como los quiere ver Dios. Son aquellos que están
predestinados a vivir por los siglos de los siglos sin fin, porque sus imágenes
corresponden a la imagen de la Santísima Trinidad y la reflejan.
Pero la imagen del hombre caído no corresponde a su imagen inicial y
representa una alteración de la misma, porque, se puede decir que en
él el rábano es cogido por las hojas.
Y ya que la imagen del hombre caído es contraria a su imagen primordial,
la dicha alteración respectivamente provoca la transformación
de las virtudes en los vicios. Y desde ahí las dos imágenes –
la primordial y la conseguida por la causa de la caída – entran
en la lucha: la primera representando al hombre interior, creado por la razón
Divina, y la segunda, al hombre exterior, que se manifiesta a través
de los instintos carnales. Ye ahí como dice el apóstol:
“…me complazco en la ley de Dios según el hombre interior,
pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón
y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre
de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva
a la muerte? […] Así pues, soy yo mismo quien con la razón
sirvo a la ley de Dios, mas con la carne, a la ley del pecado” (Rom 7
, 22-23).
Las exigencias de la razón están dentro del círculo de
la Santísima Trinidad que consiste en la cabeza, es decir, en la esencia
masculina; en el cuerpo, es decir, en la esencia femenina y en el espíritu
unificador. Por eso la primera semejanza trinitaria es el matrimonio entre el
varón y la mujer que es consagrado. “Tened todos en gran respeto
el matrimonio”, dice el apóstol, “y el lecho conyugal sea
sin mancha” (Hebr 13, 4). Cualquier desorden en el matrimonio proviene
de la inclinación del hombre de “andar tras la carne”, que
a su vez significa “insultar las Glorias” (II Pedro 2, 9-13), porque
la Gloria es el símbolo del purísimo cuerpo Divino. Por eso el
apóstol exige el respeto mutuo y amor sincero entre los cónyuges
que así junto con el Espíritu Santo los dos formen un solo ser
celestial, predestinado para la vida.
De ahí las relaciones espurias significan una ofensa a la Gloria Divina
y dividen al ser celestial, formado por el matrimonio. Y ya que Dios nos ha
hecho para sí mismo, para que formemos Su cuerpo y seamos Sus instrumentos
de la vida, al destruir a ese ser celestial por razones carnales, en efecto,
arrebatamos nuestro cuerpo de Dios y lo entregamos al ajeno, es decir a Lucifer,
ya con él formando la unidad. Dicho de otro modo, unimos “el cuerpo
con el cuerpo” en lugar de unirnos el cuerpo con la cabeza. Ya que cualquier
criatura respecto a Dios, que es la Cabeza de todo, simboliza el “cuerpo”,
en la Sagrada Escritura el cuerpo que niega a Dios es comparado con la prostituta
o con el adultero. De este punto de vista Lucifer que, siendo criatura, ocupa
el lugar del “cuerpo” o de la “mujer”, se personifica
como la prostituta. “¿No sabéis”, dice el apóstol,
“que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? Y ¿había de
tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de prostituta? ¡De
ningún modo! ¿O no sabéis que quien se une a la prostituta
se hace un solo cuerpo con ella? Pues está dicho: Los dos
se harán una sola carne. Mas el que se une al Señor,
se hace un solo espíritu con Él. ¡Huid de la fornicación!
Todo pecado que comete el hombre queda fuera de su cuerpo; mas el que fornica,
peca contra su propio cuerpo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo
es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis
recibido de Dios, y que no os pertenecéis? ¡Habéis sido
bien comprados! Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo” (I Co
6, 15-20)
De ahí está claro que todas las personas tienen dos opciones:
o formar un ser con Dios o formar un ser con el príncipe de las tinieblas,
es decir, o vivir eternamente o morir para la vida para siempre.
Todo esto depende del papel que uno otorga a su propio cuerpo: lo ve como ejecutor
o como director. Ahora, todos los vicios o pecados tienen que ver con el cuerpo
como director. Y el hombre se convierte en aquel, con quien se une. Aquí
está la razón por que la Sagrada Escritura considera como pecados
la bestialidad, la sodomía, el incesto, el adulterio y la lujuria que
es la forma espiritual de adorar y rendir tributo al enemigo de Dios. Simbólicamente
y juntos todos esos vicios representan distintas formas de la unión “del
cuerpo” con “el cuerpo” y testifican sobre la destrucción
por el hombre de la imagen trinitaria, responsable de su vida.
Marzo del 2006